lunes, 20 de abril de 2009

Los calzoncillos de Woody


El maravilloso Michael Caine le dio cuerpo y alma al personaje que Woody Allen creo para filtrear con las hermana de su esposa Hannah en la genial “Hanna y sus hermanas”. El propio director cayó en el desairado amor con una jovencísima Mariel Hemingway en otra de sus mejores películas, “Manhattan”. Si como, el rostro, el cine es el espejo del alma, la realidad se ajusta perfectamente a la amenaza que ha recibido el judío errante de Hollywood.

La historia es sencilla. A una marca de ropa, American Apparel, se le ocurrió el año pasado publicitar un producto con la foto de Allen en calzoncillos, cosa que a él no le hizo ni pizca de gracia e interpuso una demanda mediante la que obligaba a la compañía a pagar 10 millones de euros por la utilización no permitida de su celebérrima imagen. Como a casi cualquier ser humano, a la compañía le parece un exceso pagar esta cantidad y ha amenazado con sacar a la luz los detalles mas escabrosos del más de sus escándalos. Por supuesto, se trata de la ruptura de su matrimonio con Mia Farrow para comprometerse con la hija adoptiva de ambos, Soon-Yi. Resulta, además, que la actriz denunció a su cónyuge por presuntos malos tratos sobre el segundo de los vástagos del infeliz matrimonio.

Desde luego, la América más decorosa no cae bien a Woody Allen, que establece una relación de amor-odio con el país que, hasta hace bien poco, era testigo privilegiado de la mayoría de sus producciones. De sobra es conocido que, de no ser por los beneficios que el neoyorkino obtiene en Europa, no podría rodar sus películas. Y eso incluso retratando primorosamente la ciudad donde nació y la más famosa de sus islas. El mismo justifica su llegada definitiva a Europa argumentado que “sencillamente, en Estados Unidos no conseguía dinero para mis películas y me tuve que ir”, algo de lo que, desde luego, no se arrepiente, “conseguí lo que soñé: ser un cineasta europeo”.

A pesar de ello, la carrera de Allen comenzó en el país del que ahora parece que se ha divorciado definitivamente. Allan Stewart Konigsberg empezó su carrera dedicándose al humor. Hasta escribir el guión en 1965 de “What´s new Pussycat?” para los directores Clive Donner y Richard Talmadge, su irrupción en el cine no fue definitiva. Las discusiones sobre el por qué el triunfo se le resiste en su país, por qué no está tan considerado como en Europa, son numerosas. Parece que la influencia “bergmaniana” y la imprecación intelectual de sus películas son los motivos principales que le alejan de magnánimos compatriotas como Clint Eastwood, Martín Scorsese o el más reciente Sam Mendes.

Tampoco él es esquivo al mostrarse reticente con el gran público americano. En 1977 recibió la única deferencia que Hollywood ha tenido directamente con él. La Academia americana le premió con el Oscar a mejor director por Annie Hall. Ni siquiera acudió a la ceremonia. Arguyó que se encontraba en un pub de Nueva York, quizás ahogando sus delirios de grandeza en las notas de su clarinete. Vendetta. Jamás ha vuelto a recibir un premio similar. Ni siquiera por películas brillantes como “Días de Radio” o la más reciente “Match Point”.

Europa es ahora la protagonista del objetivo de Allen. Tras “Vicky, Cristina, Barcelona” se dispone a rodar una película en Londres en la que parece que contará con la presencia de Antonio Banderas, Nicole Kidman, Anthony Hopkins y Naomi Watts. Mientras sus películas han ido decayendo a lo largo de los años, sus adeptos esperan que el talento del frágil y pertinaz cineasta vuelva a fluir por el celuloide del viejo continente. Él considera que está mayor para ocupar muchos de sus fotogramas. Menos aún en calzoncillos.

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